Periódico Digital de República Dominicana

Érase una vez…

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Por: Jose Luis Taveras

Aquí hay mentes ingrávidas pensando que las demás razonan con la misma levedad. Creen que la pobreza, la desigualdad y la corrupción son males menores y que, a pesar de ellos, el país está y seguirá mejor. Cuando se les inquiere sobre temas sensibles, les basta abrir una caja de herramientas para extraer cifras comparadas y demostrarnos que hay otros en peor situación. Con ese placebo pretenden sosegar los cansados reclamos por desatenciones públicas y construir un relato optimista del futuro. Para ellas, los que cuestionan los vicios y las quiebras del sistema son profetas del fatalismo.

Recuerdo la década de los noventa cuando en América Latina se esparció el neoliberalismo como credo oficial de la región. Se impuso gracias a una estrategia global de penetración ideológica a través de fundaciones privadas sostenidas por gremios empresariales y agencias extranjeras para apalancar reformas institucionales y económicas según las coordenadas de los centros financieros mundiales. Cuando llegaban gobiernos de su timbre, sus tecnócratas pasaban al servicio público. Fue el tiempo en que los ministerios de economía se convirtieron en pequeños gobiernos con grandes poderes. Estos gurúes del libre mercado participaban en el diseño y ejecución de las políticas macroeconómicas. Sus juicios eran concluyentes y nadie los podía ripostar.

El neoliberalismo colapsó como ideología y algunos de sus burócratas quedaron sin empleo, de manera que regresaron a la vida privada a gerenciar o asesorar empresas privatizadas fruto de las políticas públicas que ellos mismos diseñaron. Algunos se convirtieron en lobistas de grandes negocios con el Estado y otros cayeron en tal descrédito que optaron por asesorar fuera de récord a gobiernos y bancos centrales en virtud de jugosas contrataciones. En la República Dominicana hubo un calco impecable de ese modelo. Aquí recordamos nombres que todavía gravitan en la memoria pública, aunque con menos influencia debido al deterioro de su imagen.

Cuando la política perdió razón ideológica y se entronó como instrumento de manipulación social, los tecnócratas dejaron de ser necesarios. Su academicismo ganaba poco rédito en los estamentos bajos. Entonces los gobiernos de derecha e izquierda explotaron estrategias más concentradas y eficaces de domesticación. Así, usaron al Estado (que el neoliberalismo prefería pequeño y elitista) como una monstruosa maquinaria de dominación. Inflado hasta más no poder, lo convirtieron en una fuente de negocios, empleos y rentismo. Los partidos políticos devinieron en estructuras electorales desideologizadas y la participación política en una carrera empresarial. El pragmatismo, como doctrina de la conveniencia, impuso su dogma bajo la premisa del “poder por el poder”. Entonces nacieron las democracias distópicas, esas que con apariencias populistas construyeron una vigorosa “economía del poder”. De ese sistema burocrático y corrupto emergió una nueva clase social, la del partido oficial, que en poco tiempo abandonó la periferia para ocupar los centros sociales sin un proceso racional ni dilatado de maduración. Esa casta, generalmente inculta, deformada y resentida, impuso modelos extravagantes de vida permeados por el dispendio y la ostentación como marca cultural. La impunidad consentida a ese arquetipo se impuso fácilmente en una sociedad de escasos adeudos; hoy la corrupción sin castigo convive con nosotros como una manifestación más de nuestra difusa identidad.

Esas democracias de cartón se legitimaron en las apariencias, pero concentraron y ejercieron el poder político de manera absolutista. Se empapelaron de una institucionalidad de celofán para cubrir sus oscuros dominios, excesos y arbitrariedades. Así, sus líderes se reeligieron mediante reformas constitucionales formalmente impecables, pero comprando voluntades de congresistas; organizaron referendos con el apoyo decisorio de las masas subsidiadas; eligieron a sus jueces siguiendo procedimientos constitucionales, pero con decisiones atadas a intereses políticos y económicos preestablecidos. Al amparo de su control construyeron una clase política económicamente fuerte, autónoma y competitiva mediante la corrupción y los negocios del poder. El PLD es una hechura arquetípica de esa descomposición.

Una de las estrategias más exitosas de estos regímenes es “comprar” los tres estamentos más fuertes de decisión política: la clase baja, las elites empresariales y la prensa. La primera, por medio de la masificación política de las ayudas sociales; la segunda, mediante la consolidación de sus privilegios en el mercado; la tercera, como instrumento de control propagandístico. Aniquilada la disensión en esos campos, se dio por descontada la aprobación positiva de los gobiernos al margen de su desempeño. Por eso los gobiernos alcanzaron altas valoraciones; tanto, que algunos terminaron reeligiéndose.

Donde la manipulación ha tocado extremos obscenos es en la prensa y la comunicación. En el caso de la República Dominicana ningún gobierno ha gastado tanto como los del PLD para convencernos de que andamos bien. La propaganda oficial cuesta más de diez millones de pesos diarios, sin considerar los pagos que bajo otras partidas se asignan a medios y comunicadores de todas las tallas para mantener embotado el ambiente político.

Tenemos medios anulados con contenidos vagos controlados o influidos por el Gobierno. La censura ha asumido todos los tonos. El Gobierno paga hasta por el silencio. La idea se resume en “si no vas a alabar, calla”. La industria propagandística del Estado ha penetrado hasta parte de la ¡prensa deportiva! La idea es no dejar brecha para ventilar la opinión disidente. En las viejas dictaduras militares o de control represivo los periodistas eran torturados o asesinados. Ahora el cuadro es más brutal: les matan la libertad y les dejan la vida para que sientan su enajenación. Los gobiernos de Danilo Medina descubrieron la clave del control social por medio de la compra masiva de la prensa. Nunca se había erigido una estructura tan descomunal de propaganda. Pero, como todo tiene sus límites, ya no hay forma de revertir la decisión de cambio que se perfila. Así, y pese a este control estatal, el gobierno que en sus inicios fue el mejor valorado de América Latina entra en una fase tormentosa que termina con fastidiosos abucheos. Se confirma así la historia de que la mejor valoración no la da la forma en que se empieza, sino cómo se termina. Todo apunta a que este terminará muy mal.

30 de enero de 2020

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