¿Habría sido Cristo cristiano hoy?
Cristo no fue un ermitaño; tampoco vivió en el destierro contemplativo como un monje, Buda o maestro iluminado. No escribió ni publicó sus enseñanzas ni presumió de su radiante erudición. No observó una vida religiosa ortodoxa y ni siquiera predicaba ordinariamente en la sinagoga. No tenía riquezas, negocios o nobleza. Su mensaje más duro no fue precisamente en contra de los impíos sino de los religiosos, esos que, según sus increpaciones, “cierran la puerta del Reino de los Cielos para que otros no entren…” (Mateo 23: 13).
Las polvorientas callejuelas de Palestina, especialmente las de Galilea, sirvieron como proscenio de su mensaje poderoso, seguido por un gentío desechado y harapiento. Trataba de forma indistinta al noble, al letrado y al villano. Conversaba sin prejuicios con prostitutas, leprosos, ciegos, mendigos, viudas, colectores de impuestos, sacerdotes y maestros de la ley. En una ocasión se quejó frente a sus discípulos al recordarles que no tenía dónde recostar su cabeza (Mateo 8: 20). Su aclamación pública más memorable ocurrió mientras se paseaba en un burro prestado por la capital de Judea.
La predicación de Jesús sigue siendo un modelo icónico de sencillez. A través de las parábolas redujo las verdades espirituales más inescrutables a enseñanzas de vida. Eran su mejor técnica narrativa. Las usaba didácticamente como relato analógico de los misterios del Reino. Y no solo fue básico en la forma, sino en el fondo. Así, lo que luego se conoció como el Evangelio no fue una propuesta dogmáticamente articulada ni un armazón de misterios herméticos; fue un mensaje transcendente, tan esencial que cupo en un solo mandamiento: amar al Señor con todo el corazón, ser y mente, y al prójimo como a uno mismo.
A más de dos milenios de su muerte me pregunto: ¿sería hoy Cristo cristiano? No dudo que una interpelación tan incómoda provocaría no pocas urticarias en un ambiente religioso dominado por los fanatismos. Cualquier respuesta liberada de prejuicios implicaría la comparación entre lo que hoy se presume o asume como cristianismo y sus enseñanzas originarias. Y es que hay una verdad históricamente clara: el cristianismo de un modelo de vida espiritual devino en un pesado sistema de intereses regido por estructuras de poder, dogmas, ritos, cultos y cultura. En palabras más directas: pasó de la “gracia” a la “religión”, dos conceptos contrapuestos. Concibo el primero como el plan divino por alcanzar al hombre; el segundo, como el arrojo humano por llegar a Dios. El mensaje de Jesús trascendió a toda razón religiosa. La religión como institución humana fue y es un sistema viciado, frágil y enajenante. Fue la respuesta del hombre para autojustificarse y silenciar la conciencia del pecado. Una manera de enriquecer su miseria espiritual.
Hoy predomina la tendencia de un cristianismo light, sin hondura ni arraigos, adecuado a las comodidades de la cultura del confort y envasado en los formatos del entretenimiento. Una fe basada en experiencias emotivas y catarsis, ideal para una sociedad vacía, insegura y temerosa. Es el cristianismo del éxtasis; que promueve la búsqueda de Dios como sensación mística, pero sin impacto en el carácter ni en el compromiso de vida. Entrona la fe del show, de las multitudes, de los milagros y las bendiciones. Sus líderes, celebridades del espectáculo litúrgico, son los coachs de la fe, con mensajes de vida próspera, como verdaderos embajadores del Rey. Un cristianismo plástico sin mártires ni profetas que denuncien las injusticias, proclamado desde tarimas espectaculares y costosos púlpitos digitales.
En esa fe de la abundancia no hay espacio para el sufrimiento, el dolor ni la caridad. Es el cristianismo made in USA decantado en el “Reino presente” como un estado de ataraxia que sustrae al individuo de la dimensión humana y “terrenal” del Evangelio. Su fundamento es el individuo como sujeto de la gracia divina a través de la prosperidad como instrumento de “bendición”. Parte de una relación espiritual vertical y egocéntrica, donde el prójimo apenas cuenta en la experiencia de la fe. Ese cristianismo sensorial, emotivo y solidariamente ausente trasplanta la filosofía de la autorrealización individual al plano de la fe, solo que el yo es sustituido por el Espíritu.
Frente a ese esnobismo espiritual de la posmodernidad pervive otro modelo viejo y decadente: el cristianismo religioso, el del status quo, el de marca estatal, reducido hoy a un ordenamiento ajado de ritos y dogmas tradicionales sin capacidad para entender, explicar ni aplicar la fe en el contexto de los tiempos. Más que una fe es un sistema de intereses históricamente instalados donde concurren poderes políticos, tradición y cultura religiosa. Ese es el cristianismo “entronado” y basado en el mismo arquetipo religioso que Cristo reprochó en su momento. El primero (cristianismo sensorial o místico) es una respuesta a la crisis profunda de fe, autoridad y testimonio que abate al segundo (cristianismo religioso). Y es que la religión ha sido el camino más seguro para apartarse de Dios y procurar la seguridad personal. La búsqueda personal de Dios es en cambio la manera más humilde de aceptar las insuficiencias humanas.
Cristo hoy renegaría de esas pretensiones torcidas de su mensaje y no dudo que invocara palabras aun más duras de las que usó cuando increpó la hipocresía religiosa de los sacerdotes, escribas, fariseos y saduceos de su tiempo. Estoy seguro de que él, persuadido de la pertinencia de su obra, redimiría la fe de la religión. Nos apremiaría a volver a las raíces puras de su prédica: un Evangelio básico encarnado en el compromiso personal y no en los ritos; en la entrega y no en las palabras; en la misericordia y no en la condena; en el sacrificio y no en el confort; en el dolor y no en el placer; en la cruz y no en el trono. Un Evangelio no para oprimir sino para liberar; no para atesorar sino para dar; no para callar sino para denunciar; no para excluir sino para abrazar. Dudo que Cristo hoy reconociera como propio ese cristianismo deformado por una historia oscura de intereses de poder. Pienso que rescataría aquellas lapidarias admoniciones que usó como látigo para lacerar la sensible piel religiosa de su tiempo: “¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque recorréis mar y tierra para hacer un prosélito, y una vez hecho, le hacéis dos veces más hijo del infierno que vosotros. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque diezmáis la menta y el eneldo y el comino, y dejáis lo más importante de la ley: la justicia, la misericordia y la fe. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque limpiáis lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro estáis llenos de robo y de injusticia. ¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera sea limpio. ¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas! Porque sois semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera, a la verdad, se muestran hermosos, más por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia.” (Mateo 23: 15, 25, 26 y 27)
23 de enero de 2020
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