En la cárcel del amor
Nunca había estado preso. Es mi primera vez. He sido condenado por anciano vulnerable a estar confinado a mi apartamento. Lo que pensé sería una condena de apenas unos días ya casi cumple noventa días y puede ser que se extienda a pesar de mi buen comportamiento. Soy un reo de confianza, no hay aglutinamiento en mi Victoria, ando casi todo el día con chancletas y pantalones cortos, como los presos auténticos, siempre camisetas viejas, viejas y gastadas.
Ahora que soy un recluso me he descubierto adicto a las ventanas de mi celda. La ventana de mi habitación que da al norte me da libertad. En el horizonte observo las montañas, también a una siniestra Duquesa que me lanza besos de humo que nublan mis ojos y los hacen enrojecer; la piscina de un vecino donde sus niños revolotean en el agua me recuerda mi infancia cuando, también en una piscina, el tiempo y el futuro eran míos. Cerca un pequeño parque donde la brisa hace mecer los árboles y perros conocidos hacen su rutina de ejercicios acompañados de sus dueños. Cuando me canso del norte me voy al este donde está la cocina y, frente al fregadero, esa ventana me habla otro idioma, el paisaje urbano que me aturde donde imagino otras vidas atrapadas como la mía envueltas en el temor de un virus inusitado que nos robó la cotidianidad; un amplio solar donde pronto crecerá otra torre, un delgado hermano haitiano cuida los cimientos y cada día al amanecer se sienta debajo de una lona y contempla su árido paisaje mientras conversa con algún amigo imaginario. Su soledad es más difícil que la mía, siento pena, estoy tentado a gritarle pero guardo silencio. Un niño sube a la azotea de su edificio, y sin camisa y descalzo juega inocentemente a policías y bandidos detrás de tanques de agua y cordeles de ropa tendidos al viento.
Cada dia espero la salida del astro en el balcón rodeado de mis plantas, cada una tiene nombre de algún amigo, les hablo, les comento lo que vivo, a veces me quejo abrumado de esta cárcel que habito; debo reconocer que es una cárcel de amor donde me siento protegido y querido. El sol sale siempre, nunca falla, quizás para recordarme que todo es transitorio y que una mañana de estas me sorprenderá vestido de esperanza. Un ruiseñor se posa en algunas de las ramas y me anima con su vuelo, veo caminar cuando ya está despierta la ciudad, algunos desafiantes jóvenes que corren persiguiendo salud se cruzan con vendedores que gritan «aguacateeees, melones, platanos, piñas, limonessssss»… las máscaras, las máscaras, el nuevo carnaval, la fragilidad que nos asombra, nos desnuda, nos aturde.
A mí que me gustan tanto las fiestas y los disfraces, desde ya, percibo que viviremos en un carnaval permanente portando bozales para protegernos y proteger. Comenzamos a vivir en un mundo donde las miradas tienen su lenguaje, su código, solo los ojos dirán lo que sienten, aprenderé a adivinar en cada retina la intención de mi interlocutor, descubriré el sentido y profundidad de cada palabra, un universo repleto de símbolos y señales… siempre me quedará la libertad de mi imaginación y de la fe que me acerca a lo intangible, al misterio…
Todo eso le comento a mi Isabel Segunda llena de flores moradas, estoy seguro que la enredadera que está cerca escuchando no descifra mi mirada…Mañana volveré a las ventanas, quizás encuentre una respuesta.
Les deseo a todos un feliz inicio de Semana y que sus barrotes de amor sean un motivo para tener un mañana mejor.
Freddy Ginebra Giudicelli es un contador de anécdotas cuyo mayor deseo es contagiar su alegría y llenar de esperanza a todos aquellos que leen sus entrañables historias.
fginebra@codetel.net.do
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