¿Y ahora qué?…
“Cuídate Abinader, de esos trepadores de siempre, de esos corchos que flotan como sierpes entre las algarabias de los cambios. Cuídate Luis, de esos demonios oportunistas, que se agazapan sigilosos en humanismos trasnochados”.
—Efraim Castillo.

No era necesario ser clarividente, ni mago, ni meteorólogo, para adivinar el resultado de lo que pasó el 5 de julio del 2020, el día en que el pueblo le dijo a Danilo Medina [a viva voz] que su gobierno corrupto había llegado a su fin. Y no era necesario convertirse en pronosticador para arribar a esta conclusión, porque desde el momento en que él y su pandilla echaron por la borda el boschismo como guía, como proyecto de gobierno y asumieron la consigna del enriquecimiento personal como trayectoria, los resultados de ese torneo electoral histórico tenían que ser —más tarde o más temprano— tal como acontecieron: una derrota aplastante, contundente.
Pero, ¿y ahora qué? ¿Podrá Luis Abinader cumplir con los anhelos de quienes lo eligieron, unos anhelos que no sólo se relacionan con la distribución equitativa del Estado y su economía, sino con el adecentamiento de una nación asolada por la corrupción, por una justicia parcializada, por el narcotráfico y el nepotismo, por la prevaricación, la mentira y la exclusión social? ¿Podrá Luis Abinader fundar una administración que puntualice, al menos, los principios básicos de la democracia, respetando la división de los poderes y sus derechos fundamentales, y haciendo cumplir la ley? ¿Podrá Luis Abinader acabar definitivamente con un borrón y cuenta nueva que ha servido como cortina de humo para propiciar la continuidad de la corruptela, un borrón y cuenta nueva que ha devenido en una especie de perdonar ahora para luego ser perdonado, una forma del toma-y-daca [el famoso “tit for tat” inglés]?
Luis Abinader debe saber que su triunfo es una deuda que contrajo desde que el país fue asaltado por la perversión de los contratos de la Odebrecht y los gobernantes, congresistas y ministros se adhirieron a ellos para enriquecerse con sus engaños, cayendo en el rejuego inmoral de las adendas. Luis Abinader debe saber que su victoria es una obligación contraída con las promesas de desarrollo social que Peña Gómez no pudo cumplir por las campañas racistas que se tejieron sobre él; pero sobre todo, Abinader tiene que comprender que la victoria del día 5 de julio es un pagaré que firmó con miles y miles de dominicanos que clamaron justicia a través de la Marcha verde.
A partir del 16 de agosto —cuando se coloque sobre su pecho la banda con la bandera y escudo patrios—, Luis Abinader tendrá que relacionar el cambio [el leit motiv de su campaña] con la verdadera esencia de su significado, no como una simple transición, ni como el palimpsesto en que se ha convertido, donde los que lo asumen como estrategia reescriben sobre él lo que les acomoda. Abinader tendrá, responsablemente, que explicar y probar a través de sus ejecutorias, que sí, que el cambio buscado y el adecentamiento político nacional que quiso ejecutar Bosch en 1963 —y que se perdió en la maraña de tantas traiciones y mañoserías— llegó con él y su gobierno.
Sí, Luis tendrá que probarlo.