“La frontera contra la disolución en lo universal”

Contrariando a Marshall McLuhan y su tesis de la “aldea global”, Aimé Césaire, el gran poeta martiniqueño de raíces africanas que escribió el memorable libro, “Cuaderno de Retorno al país natal”, planteaba que la frontera era una especie de vacuna contra la disolución en lo universal. Era una anotación crítica sobre los efectos letales de borrar la identidad nacional en un mundo globalizado, pero no unificado, que propone en la práctica un pensamiento único. Sólo en la frontera puede reconocerse al otro y considerar su igualdad de dignidad. El concepto de pluralidad crea espacios de liberación en la diferenciación. ¿Disolución? El impresionante salto de la ciencia y la tecnología desde los polos hegemónicos internacionales nos macera en nuestra semejanza, la absorbe. Ese proceso celular de alcance gigantesco nos anula en sus perfiles de identidad, la globalización no supone un orden social justo, no incorpora en su diáspora las variables propias del desarrollo sostenido de cada formación social. Las revueltas y guerras de los pueblos árabes, las crecientes dificultades económicas y la incierta y aleatoria identidad europea, sin entrar en consideraciones religiosas e ideológicas, martillan el siglo 21 hacia futuros contingentes. El concepto de frontera no es excluyente, debe promover el equilibrio de las relaciones entre los pueblos a través de la negociación y la mediación. La frontera no es exclusión, es regulación, control efectivo y demanda de trámites reguladores de carácter esencialmente legal. Ese requisito juicioso es imprescindible en todas las formas y expresiones del tránsito de nacionales de un lugar a otro del planeta. La frontera histórica trazada en su origen de alineación nacional de un pueblo es parte de su umbral como nación, de sus valores primigenios, de su fuerza vital, de la necesaria diferenciación geográfica que nos otorga el marco del respeto mutuo. La globalización nos propone la disolución en lo universal, en la práctica como dijo el filósofo francés Regis Debray, en su obra “Elogio de las Fronteras”, lo que estatuye es el pensamiento único. Un mundo sin fronteras es un albur de dudoso acomodo, sólo legitimado en las grandes utopías del siglo 19. La heterogeneidad solicita respeto al otro mediante la regulación de espacios y acatamiento a la identidad del otro. Quisiéramos un mundo no fragmentado y modélico, pero en la especie humana sólo puede sustentarse en el sumario ecuánime de sus derechos adquiridos, en la labranza del ser nacional para poder aspirar al ser universal.
La idea de una verja perimetral en la frontera con Haití, propuesta por el Presidente Abinader en su mensaje al país ante la Asamblea Nacional, no hiere los sentimientos de ambos pueblos, sino que disciplina, establece responsabilidades. El éxodo de ciudadanos haitianos sin ordenación, violentando los códigos legales cruzando la frontera, el contrabando y sus secuelas, es altamente perjudicial, requiere de medidas fuertes donde predomine el respeto mutuo de dos naciones. Y es que la demarcación y los límites son condiciones necesarias para la civilización. Hay que combatir la imposición de disolvernos en lo universal, que es una de las formas aviesas de desintegrarnos como nación.