Aquel 19 de Junio

(A los dominicanos Horacio Julio Ornes Coiscou, Federico Horacio Henríquez Vásquez, José Rolando Martínez Bonilla, Miguelucho Feliú, Hugo Kundhardt, Salvador Reyes Valdez y Manuel Calderón Salcedo; a los nicaragüenses Alberto Leyton, Alejandro Selva, Alberto Ramírez y José Feliú Boniche; y a los norteamericanos Habbett Joseph Warrat, George Raymond Sesuggs y John William, quienes con el espíritu libertario encendido en sus almas, llegaron a combatir la tiranía de Trujillo, el 19 de junio del 1949).
El atardecer frente al Malecón es un carnaval de colores, una escalera cromática de espejismos superpuestos: el naranja sobre el rojo, el amarillo sobre el azul marino, el verde esmeralda sobre la claridad del día. Muy pocos beben el fuego del atardecer frente al malecón de Ciudad Trujillo. Después de todo, hace pocos días ocurrió lo de la Bahía de Luperón, y Martínez y Gómez, caminando por el malecón frente al atardecer, escudriñan las alegrías y pesares del país:
—Cayeron presos, Gómez…
—¡Y fueron muertos, Martínez!
—¡Llegaron en dos aviones: un Catalina y un Gruman M 1096 M; ambos hidroaviones que se aposentaron sobre las aguas de la Bahía de Luperón.
—Y también hubo un héroe del glorioso Ejército Nacional: Leopoldo Puente Rodríguez: raso EN, que se encontraba disfrutando de una licencia al momento de los acuatizajes.
—Y de la resistencia, Gómez, ¿quiénes murieron?
— Dos, según las noticias: Fabio Spignolo y Nando Suárez…
—Pero, Gómez, ¿quiénes componían los desembarcos? ¿De dónde salieron?
—La lista está ahí, Martínez: los nombres de los dominicanos son: Horacio Julio Ornes Coiscou, Federico Horacio Henríquez Vásquez, José Rolando Martínez Bonilla, Miguelucho Feliú, Hugo Kundhardt, Salvador Reyes Valdez y Manuel Calderón Salcedo…
—¿Y los extranjeros, Gómez?
—De Nicaragua estaban Alberto Leyton, Alejandro Selva, Alberto Ramírez y José Feliú Boniche. De los Estados Unidos Habbett Joseph Warrat, George Raymond Sesuggs y John William. Según las noticias, Leyton, era costarricense o nicaragüense.
—¡Ah, Gómez!… ¿Crees que de haber estado vivo, Eugenio de Marchena habría sido el mejor aliado desde aquí, desde dentro?
—¡Desde luego, Martínez! ¡Pero ya todo pasó! ¿Por qué no entramos a la Terraza Cremitas, frente al Placer de los Estudios? Recuerda que las bodegas de Barceló están llenas de ron…
—¡Y las de Brugal!
—¡Y las de Bermúdez!
—Podríamos pasarnos la vida tomando ron y nunca se acabaría, estimado Gómez.
—¡Este es un país de azúcar!
—¡Y de ron, no lo olvides!
Sentados en la Terraza Cremitas, Martínez y Gómez dirigen sus miradas hacia el sol crepuscular que se introduce por el mar más allá de Güibia y saben que hacia allí se dirigirá la ciudad futura, siempre recompuesta tras los terremotos y los huracanes y siempre revivida de sus pesares y sus odios, de las devastaciones y los corruptores.
—¿Sobreviviremos, Gómez?
—¡Claro, Martínez! ¡Sobreviviremos!
—¿Seremos supervivientes?
—Más bien corchos, Martínez: seremos flotadores de la podredumbre, caminadores entre las espinas que hieren a los otros; seremos abusadores fortuitos y recompensados de la trepaduría…
—¡Tú y yo, Gómez!
—¡Pero tú más que yo, Martínez! Los trepadores no pueden caer presos, ni en desgracia; los trepadores se eternizan porque saben adaptarse rápido, a tiempo…
—¿Siempre cambiando junto a los nuevos tiempos?
—Sí, Martínez, sabiendo ver los colores a tiempo; y oliendo a la distancia aquellos aromas que trae lo nuevo.
—¿Superviviremos más allá de todo esto, Gómez?
—Sí, Martínez, súper viviremos porque agacharemos, acuclillaremos y nos dejaremos caer para levantarnos con más vigor.
—Pero, ¿y a Trujillo, Gómez, lo superviviremos?
—Hay que engancharse. ¡Siempre engancharse, Martínez! Como dice la Biblia: es necesario cambiar, estremecerse, enrolarse en la nueva aventura, para seguir en coche.
—¿Estás seguro que lo dice la Biblia?
—Bueno, Martínez, no exactamente… ¡Pero más o menos! ¡Se lo oí decir a un cura!
—¿Y qué haremos ahora, Gómez?
—¡Mañana habrá una manifestación en el Parque Julia contra lo de Luperón! ¿Por qué no nos colamos en ella!
—¡Cierto! ¡Podríamos hasta hablar y afianzarnos más alrededor del poder!
—¡Qué rápidamente has aprendido, Martínez!
—¡He tenido buenos profesores, amigo!
—Pero, ¿crees que podríamos caer presos?
—¡Jamás, Gómez! ¡Caerán Paulino, Monegal y los otros! ¿Cómo podríamos caer nosotros? ¡Recuerda, Gómez, que continuaremos trepando!
—¿Como lapas?
—¡Como lapas!
—¿Como orugas?
—¡Como orugas!
—¿Como tortugas?
—¡Como tortugas!
—¿Como ratas?
—¡Como ratas!
—¿Seguiremos siendo corchos?
—¡Seguiremos siendo corchos!
—¿Jamás caeremos?
—¡Jamás caeremos!
—¡Qué bueno eres, Martínez!
—¡Y tú también, Gómez!
—¡Que Dios te bendiga, amigo mío!
—¡Y a ti también, mi enllave!
—¿Nos tomamos nuestro romito?
—¡Tomemos nuestro romito!
—¡Salud!
—¡Salud!
Mientras Gómez y Martínez conversan, la draga de Félix Benítez Rexach hoya la ría Ozama; la draga, tan dura y fría la draga, vomitando arena y sedimentos sobre la playita y dejando al descubierto lo que el mar y las olas no pudieron devorar del Memphis.
Arena, lodo, restos de la apoteosis y caída de los años en el saco del tiempo: días enteros, noches enteras con el ruido de la draga frente al Malecón, mientras los desafíos de los juegos de pelota se detienen porque ya no es tiempo para jugar a la pelota.
(FRAGMENTO DEL CAPÍTULO 14, DE MI NOVELA EL PERSONERO, 1984-1999)